Hará ya un tiempo, no sabría si decir ocho o diez años, yo era un crío sencillo, me conformaba con poco, tenía una percepción de la vida normal. Si lloro me compran la minifigura de Lego que quiero. Y si respondo mal, una colleja didáctica para espabilarme, que cumplía muy bien su función. Era, sin ir más lejos, un niño cualquiera. Como todo renacuajo en proceso de crecimiento, a parte de hacerme más menudo, de cambiar de ponerse el velcro a atarme los cordones de las zapatillas, cada año acontecía lo que para un niño es el mejor día de su vida: el cumpleaños. Pues bien, este fue si no mi octavo, mi noveno cumpleaños, y como cada año, lo celebrábamos un mes antes de que ocurriese mi cumpleaños de verdad. Y es que ocurre que yo cumplo el día quince de julio, que como todos los pamplonicas sabemos, es un día triste, el día después del Pobre de mí, canción que marca el final de los Sanfermines, y fecha en la que casi todo el mundo está de vacaciones. Por eso lo celebrábamos un mes antes.
Al salir de los autobuses escolares, tras un largo día lleno de ansias por ser EL día, cansado de repartir invitaciones de Rayo McQueen a mis amigos y de traer una bolsa de chuches para cada uno, yo esperaba en mi casa con ansias a que llegasen las cinco y media de la tarde para escuchar el primer timbrazo de cualquiera de mis amigos, quien acompañado de sus padres, venían en su coche con un regalo con forma del coche de Toy Story o el nuevo libro del Capitán Calzoncillos. Me encantaba leer de pequeño.
Mientras el día avanzaba y todos mis amigos y yo nos habíamos comido la chistorra y las hamburguesas que había hecho mi padre, nos poníamos a jugar a los sacos y al juego de las sillas con el disco de un remix de 2013 que mi tío había mezclado en un CD anteriormente. En mi casa, en el jardín, antes teníamos un muro de cemento al descubierto que separaba mi casa con la de mis vecinos — actualmente ese muro está cubierto de enredaderas, evitando más desgracias — y en ese mismo muro, en un arrebato que todavía me aborda confusión a mí mismo cuando trato de explicarlo, decidí estrellar toda mi cara, dejándome una nariz ensangrentada que se asemejaba a un cuadro de Pollock. El resto del día siguió conmigo tumbado berreando como un potro enloquecido en una cama de hospital. Me operaron de la nariz, fue desde luego una rinoplastia quirúrgica de urgencia, taponando — con un método muy doloroso y asfixiante — una brecha en mi cartílago nasal que no cesaba de sangrar. Mientras, mi padre, sudando como quien veranea en Málaga a cuarenta grados a la sombra, trataba de consolarme, o más bien a la niña del exorcista, que es a quien más me asemejaba en esos minutos.
El día acabó bien, y digo eso porque así me lo han contado mis padres, ya que poco recuerdo yo de ese fatídico día para mi nariz. Mis padres y yo siempre intentamos buscar ese hecho subliminal por el cual decidí aterrizar todo mi rostro contra aquel bloque de cemento gris, pero nunca terminamos de explicar el porqué ni el cómo ocurrió; ellos porque no estaban, y yo porque no me acuerdo. El único souvenir que me he quedado ha sido mi cartílago que, en comparación al resto de cartílagos nasales del mundo, es más blando, metas.
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